Homilìa del Santo Padre Francisco: Fiesta de la Presentación del Señor XX Jornada Mundial de la Vida Consagrada
FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
XX JORNADA MUNDIAL DE LA VIDA CONSAGRADA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Martes 2 de febrero de 2016
Durante la homilía de la misa celebrada el 2 de febrero en la basílica vaticana con la cual se concluía el año de la vida consagrada. el Papa dijo que este tiempo «vivido con mucho entusiasmo» era un río que «confluye ahora en el mar de la misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos experimentando con el Jubileo extraordinario».
Hoy ante nuestra mirada se presenta un hecho sencillo, humilde y grande: Jesús es llevado por María y José al templo de Jerusalén. Es un niño como muchos, como todos, pero es único: es el Unigénito venido para todos. Este Niño nos ha traído la misericordia y la ternura de Dios: Jesús es el rostro de la Misericordia del Padre. Es éste el ícono que el Evangelio nos ofrece al final del Año de la vida consagrada, un año vivido con mucho entusiasmo. Este, como un río, confluye ahora en el mar de la misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos experimentando con el Jubileo extraordinario.
A la fiesta de hoy, sobre todo en Oriente, se la llama fiesta del encuentro. En efecto, en el Evangelio que ha sido proclamado, vemos diversos encuentros (cf. Lc 2, 22-40). En el templo Jesús viene a nuestro encuentro y nosotros vamos a su encuentro. Contemplamos el encuentro con el viejo Simeón, que representa la espera fiel de Israel y el júbilo del corazón por el cumplimiento de las antiguas promesas. Admiramos también el encuentro con la anciana profetisa Ana, que, al ver al Niño, exulta de alegría y alaba a Dios. Simeón y Ana son la espera y la profecía, Jesús es la novedad y el cumplimiento: Él se nos presenta como la perenne sorpresa de Dios; en este Niño nacido para todos se encuentran el pasado, hecho de memoria y de promesa, y el futuro, lleno de esperanza.
En esto podemos ver el inicio de la vida consagrada. Los consagrados y las consagradas están llamados sobre todo a ser hombres y mujeres del encuentro. De hecho, la vocación no está motivada por un proyecto nuestro pensado «con cálculo», sino por una gracia del Señor que nos alcanza, a través de un encuentro que cambia la vida. Quien encuentra verdaderamente a Jesús no puede quedarse igual que antes. Él es la novedad que hace nuevas todas las cosas. Quien vive este encuentro se convierte en testigo y hace posible el encuentro para los demás; y también se hace promotor de la cultura del encuentro, evitando la autorreferencialidad que nos hace permanecer encerrados en nosotros mismos.
El pasaje de la Carta a los Hebreos, que hemos escuchado, nos recuerda que el mismo Jesús, para salir a nuestro encuentro, no dudó en compartir nuestra condición humana: «Lo mismo que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y sangre» (v. 14). Jesús no nos ha salvado «desde el exterior», no se ha quedado fuera de nuestro drama, sino que ha querido compartir nuestra vida. Los consagrados y las consagradas están llamados a ser signo concreto y profético de esta cercanía de Dios, de este compartir la condición de fragilidad, de pecado y de heridas del hombre de nuestro tiempo. Todas las formas de vida consagrada, cada una según sus características, están llamadas a estar en permanente estado de misión, compartiendo «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren» (Gaudium et spes, 1).
El Evangelio nos dice también que «Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño» (v. 33). José y María custodian el estupor por este encuentro lleno de luz y de esperanza para todos los pueblos. Y también nosotros, como cristianos y como personas consagradas, somos custodios del estupor. Un estupor que pide ser renovado siempre; cuidado con la costumbre en la vida espiritual; cuidado con cristalizar nuestros carismas en una doctrina abstracta: los carismas de los fundadores —como he dicho otras veces— no son para sellar en una botella, no son piezas de museo. Nuestros fundadores han sido movidos por el Espíritu y no han tenido miedo de ensuciarse las manos con la vida cotidiana, con los problemas de la gente, recorriendo con coraje las periferias geográficas y existenciales. No se detuvieron ante los obstáculos y las incomprensiones de los demás, porque mantuvieron en el corazón el estupor por el encuentro con Cristo. No han domesticado la gracia del Evangelio; han tenido siempre en el corazón una sana inquietud por el Señor, un deseo vehemente de llevarlo a los demás, como han hecho María y José en el templo. También hoy nosotros estamos llamados a realizar elecciones proféticas y valientes.
Finalmente, de la fiesta de hoy aprendemos a vivir la gratitud por el encuentro con Jesús y por el don de la vocación a la vida consagrada. Agradecer, acción de gracias: Eucaristía. Qué hermoso es encontrarse el rostro feliz de personas consagradas, quizás ya de avanzada edad como Simeón o Ana, felices y llenas de gratitud por la propia vocación. Esta es una palabra que puede sintetizar todo lo que hemos vivido en este Año de la vida consagrada: gratitud por el don del Espíritu Santo, que siempre anima a la Iglesia a través de los diversos carismas.
El Evangelio concluye con esta expresión: «El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él» (v. 40). Que el Señor Jesús pueda, por la maternal intercesión de María, crecer en nosotros, y aumentar en cada uno el deseo del encuentro, la custodia del estupor y la alegría de la gratitud. Entonces los demás serán atraídos por su luz, y podrán encontrar la misericordia del Padre.
Al concluir la eucaristía, el Papa salió a la plaza de San Pedro para dirigir unas palabras de forma improvisada a los fieles que habían seguido desde allí la celebración.
Queridos hermanos y hermanas consagrados, ¡muchas gracias! Habéis participado en la Eucaristía con un poco de fresco. ¡Pero el corazón arde!
Gracias por terminar así, todos juntos, este Año de la vida consagrada. ¡Sigan hacia adelante! Cada uno de nosotros tiene un sitio, un trabajo en la Iglesia. Por favor, no os olvidéis de la primera vocación, la primera llamada. ¡Haced memoria! Con ese amor con el que fuisteis llamados, hoy el Señor os sigue llamando. Que no disminuya, que no disminuya esa belleza del estupor de la primera llamada. Después, continuad trabajando. ¡Es bonito! Continuad. Siempre hay algo que hacer. Lo principal es rezar. El «meollo» de la vida consagrada es la oración: ¡rezad! Y así envejeceréis, envejeceréis como el buen vino.
Os digo una cosa. A mí me gusta mucho encontrar a los religiosos o religiosas ancianos, pero con los ojos brillantes porque tienen el fuego de la vida espiritual encendido. No se apagó, no se apagó ese fuego. Seguid hacia adelante hoy, cada día, y continuad trabajando y mirando el mañana con esperanza, pidiendo siempre al Señor que nos envíe nuevas vocaciones, así nuestra obra de consagración podrá seguir adelante. La memoria: ¡no os olvidéis de la primera llamada! El trabajo de todos los días, y después la esperanza de ir hacia adelante y sembrar bien. Que los otros que vienen detrás de nosotros puedan recibir la herencia que nosotros les dejaremos.
Ahora rezamos a la Virgen. Ave María... [Bendición]
Buena tarde y ¡rezad por mí!